lunes, 30 de junio de 2025

Anecdotas de torneos

 

🎽 El primer torneo

En el club no éramos muchos practicantes graduados. Apenas un grupo de entusiastas con más voluntad que experiencia. Un día nos invitaron a un torneo por equipos en el Club San Lorenzo, y se armó el equipo como se pudo: un representante por categoría de peso —hasta 63 kg, hasta 70 kg, 80 kg y más de 90 kg. Mis compañeros ya tenían sus cintos amarillos, con apenas un año de práctica. Yo, en cambio, era cinta blanca y apenas llevaba unos meses entrenando.

Nos tocó enfrentarnos nada menos que al equipo anfitrión: todos cinturones negros. De más está decir que perdimos, pero lo importante no fue el resultado. Para mí, fue el debut. Recuerdo haber subido al tatami con una mezcla de temor y adrenalina. El combate duró menos de 30 segundos. Pero ese instante marcó el inicio de algo que me acompañaría muchos años: la competencia.

Con el tiempo comprendí que, en un torneo, el primer oponente no está frente a uno… está adentro. Es el miedo, la duda, el no sentirse listo. Subirse al tatami es, en primer lugar, un acto de valentía. Es mirar al rival, saludar con respeto y decir: “aquí estoy, vine a luchar, a dar lo mejor de mí, y aceptar el resultado tal como venga.” Y eso, entendí después, también es ganar.

-----------------------------------------------------------

🥋 Una técnica precisa en el instante perfecto

Fue en un torneo en un club de Lanús, categorías mayores. Me tocó en primera ronda enfrentar a un oponente más robusto que yo. Llevaba sobre su judogi una campera verde, y en la espalda brillaba un enorme tigre dorado. Ya en el tatami, nos saludamos y comenzamos a medirnos. Nos tomamos y exploramos qué lanzamientos podíamos aplicar. Me sentía seguro, así que ejecuté un harai-makikomi. Pero su base era sólida. No logré derribarlo. Caímos. Quedé debajo, y él intentó estrangularme. Me acomodé para evitarlo hasta que el árbitro nos ordenó soltarnos.

Nos reincorporamos. Volvimos al centro del tatami. Yo saltaba ligero, imitando el juego de pies de Muhammad Ali. Fue en ese instante, con el ritmo alto, que lo tomé desprevenido. Me acerqué como si fuera zurdo, pero lancé un eri-seoi-nage de derecha. Lo proyecté limpiamente. Apenas tocó el suelo, me lancé con una retención, pero no hizo falta: el árbitro ya había marcado ippon.

La gente aplaudía y celebraba. La técnica había sido impecable, la definición, veloz. Sentí que el corazón me latía fuera del cuerpo. Nos saludamos como corresponde: dos judokas que simplemente disfrutan el arte que los une. Porque más allá del combate, eso somos: deportistas que juegan a lo que más les gusta.

--------------------------------------------------------------

 

Perder o ganar, no importa tanto, como lo que se vive en la lucha.

Lo que una competencia de judo me enseñó sobre subestimar, confiar… y entregarlo todo. Era un sábado por la tarde en un torneo internacional de judo, categoría mayores hasta 71 kg. Me sentía fuerte, confiado y listo para competir.
Mi primer rival: un judoka delgado, más alto, de aspecto adolescente. En mi cabeza ya repasaba qué técnica usar para vencerlo. Lo subestimé. Y él, ágil como el viento, me derribó con una precisión que no vi venir. Ippon. Derrota instantánea. Y con ella, mi ego en el suelo.
Horas después, ese mismo “adolescente” se consagró campeón. Por reglamento, me tocó una nueva chance: luchar por el tercer puesto. Mi siguiente oponente era la imagen misma del guerrero: alto, fibroso, pelo largo, dedos vendados y bandera de Brasil.
Esta vez pensé: no puedo vencerlo estratégicamente… así que lucharé como si mi vida dependiera de ello.
Y algo increíble sucedió. En el fragor del combate, a puro instinto, logré un makikomi, una técnica de sacrificio… y gané.
Esa noche entendí que ni la victoria ni la derrota son definitivas. Ambas pueden ser accidentes circunstanciales. Lo esencial está en cómo nos paramos frente a cada lucha.
Hoy, cada vez que enfrento desafíos profesionales, recuerdo que a veces, lo que parece imposible, solo necesita que dejemos de calcular… y nos animemos a entregarlo todo.

-----------------------------------------------------------------------

Torneo Interno – Más allá del peso

La subcomisión de judo del club decidió organizar un torneo interno para fortalecer vínculos entre practicantes, familias y otras áreas. Se usarían las categorías oficiales de la Federación de Judo de Buenos Aires. Me anoté en la mía: hasta 71 kg. Tenía confianza. Entrenaba con constancia, ya había competido antes, y esa seguridad me acompañaba ese día. Mis padres y mi hermana también vinieron a verme.

La primera lucha fue contra un joven más delgado, de menor graduación. Me sentía confiado, tal vez demasiado. El combate fue parejo, caímos varias veces, pero él logró derribarme y obtuvo un koka. Ganó. En su siguiente lucha perdió, así que quedé fuera de la posibilidad del tercer puesto.

Me acerqué al profesor y le dije: “Quiero anotarme en la categoría libre de peso.”

Allí, suelen inscribirse los de más de 90 kg y alguno que otro valiente con aspiraciones grandes. Mi primera lucha fue contra un rival más grande, pero de menor graduación. Como no tenía expectativas, me sentía relajado… y eso jugó a mi favor: gané. La segunda también la superé, y así llegué a la semifinal.

El rival: un compañero más graduado, de unos 120 kg. Yo pesaba apenas 64 kg.

Subimos al tatami. Saludo. Miro al público… y veo a mi madre saliendo del salón. El árbitro da inicio. Mi oponente, confiado por su tamaño y rango, se abalanza para definirme con fuerza. Zafé de su primera técnica. Regresa con otra, intenta proyectarme… pero logro bloquearla. Cae de frente al tatami. Se disloca el hombro. El grito fue desgarrador. Silencio total. Lo asisten. El árbitro me declara ganador.

Me acerco a mi familia. Saludo a mi padre, a mi hermana, y pregunto: “¿Dónde está mamá?”
Mi hermana me responde:
“Salió… no quería ver cómo te asesinaban.”
La encuentro afuera, llorando. Creyó que el grito había sido mío, que había caído yo ante semejante rival.

------------------------------------------------------------------------------

El ego y las enseñanzas de la vida

Torneo en Chascomús. Judocas de toda la provincia nos reunimos en el Club de Regatas. Viajé con mis compañeros y reencontré a viejos conocidos de otros torneos. Había un solo tatami y una infinidad de categorías. Me anoté en hasta 70 kg, aunque había arrancado la semana con 72. A fuerza de bicicleta, corridas y dieta rigurosa, llegué. Ese día sólo tomé un mate cocido. El pesaje era posterior a la primera lucha, así que ni probé bocado.

Llegamos a las 10 de la mañana, pero mi categoría arrancó recién a las 18. El hambre ya era protagonista. Para matar el tiempo y los nervios, me fui con un judoca de otro club a hacer pesas. De repente, escucho por altoparlantes que me llaman. Al pasar cerca de los árbitros, escucho a una maestra decir tapando el micrófono: “¿Dónde está este tipo?, ¿será posible?, es un tonto que no está atento a los parlantes…”

Me acerqué y le dije con una sonrisa: “Ese tonto soy yo. Y si estás apurada, no te preocupes, este combate lo termino en menos de 30 segundos.”
Me miró como diciendo:
“Además de tonto, es un fanfarrón…”

Subo. Saludo. Tomo del judogi a mi rival, lo proyecto y gano. Ippon.
Me acomodo para saludar de nuevo y le digo a la maestra:
“Te lo dije: menos de 30 segundos.”

Pero la historia no terminó ahí.

Pasaron las horas… las 20:00, y nada. Mi profesor se me acerca: “Mirá, ya estamos todos liberados, vos sos el único que falta. ¿Tenés plata para volver?”
Respondí sin pensar:
“Sí, no te preocupes.”
Spoiler: debí preocuparme.

Finalmente me llaman, pierdo, y quedo fuera del torneo. En los vestuarios, me cruzo con otro judoka en la misma situación. Revisamos los bolsos, apenas unas monedas. Entre los dos compramos un choripán y un vaso de soda. No teníamos un peso para el viaje.

Nos acercamos a un grupo de San Justo, les preguntamos si podían acercarnos hasta el Cruce de Lomas. Aceptaron. Ya en el Cruce, revolviendo el fondo de mi bolso Primicia —el de siempre, el del kimono— encontré vueltos justos para dos colectivos más.

Llegué a casa a las 5 de la mañana. Exhausto y hambriento.
Le dije a mi vieja:
“No comí nada, sólo un choripán compartido.”
Me miró con ternura:
“No quedó comida, pero hay pan... te hago un café.”
“Dale, me muero de hambre.”

Aquel día el ego me regaló una victoria relámpago… y la vida, una lección de humildad: pasé de fanfarrón a compartir un choripán como único sustento, y a volver a casa gracias a conocidos, gestos solidarios y monedas olvidadas.

------------------------------------------------------------------------------

Un torneo en el oeste del gran bs.as.

Un día muy caluroso, el sol era en el exterior como un plomo fundido, pero dentro del estadio, el tiempo estaba suspendido. Todo se reducia a un rectángulo de tatami y al silencio tenso que lo envolvía. Eramos dos judokas prente a frente, sin palabras, pero con un lenguaje que hablaba en impusos, en agarres, en respiraciones, y pensamientos que se cruzaban apenas al separarse. Umi-gaehi devuelto con un bloqueo impecable. Un uchi-mata

El no pensaba,sentía.No anticipaba, respondia. Cada técnica que emergía no venia de la mente, sino del cuerpo entrenado y del alma dispuesta. Era como si el movimiento hablara por sí solo, sin que hiciera flata dirigirlo. Cada intento encontraba su eco en el contramovimiento del oponente. Un sumi gaeshi devulto con un bloqueo impecable. Un uchi-mata frustrado con un paso lateral casi coreográfico.

No había ira, ni ansiedad, solo concentración y entrega. Como dos corrientes opuestas que se abrazaban y se rechazaqban en espiral, buscando el desequilibrio exacto, el instante de verdad.

Los segundos no eran segundos, eran eternidades comprimidas. Todo parecía suspendido, ecepto la determinación que ardía ntre los dos. <Y aunque en el marcador no se anotara nada aún, en ese preciso instante ambos sabían que ya estaban dando todo.

Un duelo, si… pero también una danza. De respeto. De historia. De honor.

-----------------------------------------------------------------------

Pergamino – La rendición que fortalece

Nos habíamos enfrentado dos veces antes. En ambas, él se había impuesto. Pero uno siempre entrena con la idea de superarse, de pulir el carácter y la técnica. Y la vida —caprichosa y sabia— nos cruzó nuevamente, esta vez en un torneo en Pergamino.

En esta ocasión, sentí la lucha con mayor claridad. Dominaba el combate, leía sus dudas. Una danza ininterrumpida de ataques, bloqueos y combinaciones: diría que fue una poesía de movimientos. Me sentía fuerte, concentrado y seguro. El reloj marcaba los últimos minutos y todo apuntaba a mi favor.

Pero en el ir y venir del combate, ambos caímos. Mi mente, confiada, bajó la guardia por un instante. Mi oponente, quizá desesperado por revertir el resultado, encontró la oportunidad: aplicó una estrangulación.

Apreté los dientes. Soporté la presión en el cuello, los ojos a punto de estallar. Y me hice una pregunta simple pero contundente: ¿vale la pena perder el conocimiento por una victoria?

Decidí rendirme.

Había ganado mucho más que una medalla. Sabía, sin dudas, que había crecido. Esa lucha la dominé desde el inicio. Y al rendirme, no cedí: simplemente elegí el camino del aprendizaje. Saludé a mi oponente, como corresponde. Y volví al entrenamiento con una certeza renovada: cada combate, incluso sin podio, puede ser una victoria.

 

Todas las luchas, todos los oponentes

Después de tantos años en el tatami, hay dos certezas que florecen con claridad en mi interior.

La primera: todos los oponentes que enfrenté fueron, de alguna forma, un reflejo de mí mismo. En cada uno, vi replicada una parte de mi ser. A veces ganaba él. A veces, yo. Pero en realidad, siempre ganábamos los dos. Porque cada combate era un intercambio profundo, una oportunidad de aprender, de crecer, de descubrir nuevas capas de uno mismo.

La segunda certeza es gratitud. Gratitud infinita hacia mi Sensei, quien me formó desde los primeros pasos en este arte. Me enseñó técnicas que, décadas después, veo llegar desde Japón como “novedosas”. Él no fue un gran campeón de torneos. Pero fue —y es— un gran maestro. Un verdadero guía del judo y de la vida.

Mi mayor respeto y eterna gratitud al Sensei Carlos Copelli. Sin su entrega, sin sus enseñanzas, no estaría escribiendo estas palabras.

El judo es más que un deporte. Es la esencia que corre por mis venas, arterias y sistema nervioso. Y cada judoka que pisa el tatami conmigo, es mi hermano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario