🎽 El
primer torneo
En
el club no éramos muchos practicantes graduados. Apenas un grupo de entusiastas
con más voluntad que experiencia. Un día nos invitaron a un torneo por equipos
en el Club San Lorenzo, y se armó el equipo como se pudo: un representante por
categoría de peso —hasta 63 kg, hasta 70 kg, 80 kg y más de 90 kg. Mis
compañeros ya tenían sus cintos amarillos, con apenas un año de práctica. Yo,
en cambio, era cinta blanca y apenas llevaba unos meses entrenando.
Nos
tocó enfrentarnos nada menos que al equipo anfitrión: todos cinturones negros.
De más está decir que perdimos, pero lo importante no fue el resultado. Para
mí, fue el debut. Recuerdo haber subido al tatami con una mezcla de temor y
adrenalina. El combate duró menos de 30 segundos. Pero ese instante marcó el
inicio de algo que me acompañaría muchos años: la competencia.
Con
el tiempo comprendí que, en un torneo, el primer oponente no está frente a uno…
está adentro. Es el miedo, la duda, el no sentirse listo. Subirse al tatami es,
en primer lugar, un acto de valentía. Es mirar al rival, saludar con respeto y
decir: “aquí estoy, vine a
luchar, a dar lo mejor de mí, y aceptar el resultado tal como venga.” Y eso, entendí después, también es
ganar.
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🥋 Una
técnica precisa en el instante perfecto
Fue
en un torneo en un club de Lanús, categorías mayores. Me tocó en primera ronda
enfrentar a un oponente más robusto que yo. Llevaba sobre su judogi una campera
verde, y en la espalda brillaba un enorme tigre dorado. Ya en el tatami, nos
saludamos y comenzamos a medirnos. Nos tomamos y exploramos qué lanzamientos
podíamos aplicar. Me sentía seguro, así que ejecuté un harai-makikomi. Pero su base era sólida. No logré
derribarlo. Caímos. Quedé debajo, y él intentó estrangularme. Me acomodé para
evitarlo hasta que el árbitro nos ordenó soltarnos.
Nos
reincorporamos. Volvimos al centro del tatami. Yo saltaba ligero, imitando el
juego de pies de Muhammad Ali. Fue en ese instante, con el ritmo alto, que lo
tomé desprevenido. Me acerqué como si fuera zurdo, pero lancé un eri-seoi-nage de derecha. Lo proyecté limpiamente.
Apenas tocó el suelo, me lancé con una retención, pero no hizo falta: el
árbitro ya había marcado ippon.
La
gente aplaudía y celebraba. La técnica había sido impecable, la definición,
veloz. Sentí que el corazón me latía fuera del cuerpo. Nos saludamos como
corresponde: dos judokas que simplemente disfrutan el arte que los une. Porque
más allá del combate, eso somos: deportistas que juegan a lo que más les gusta.
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Perder o ganar, no importa tanto, como
lo que se vive en la lucha.
Lo que una competencia de judo me enseñó
sobre subestimar, confiar… y entregarlo todo. Era un sábado por la tarde en un
torneo internacional de judo, categoría mayores hasta 71 kg. Me sentía fuerte,
confiado y listo para competir.
Mi primer rival: un judoka delgado, más alto, de aspecto adolescente. En mi
cabeza ya repasaba qué técnica usar para vencerlo. Lo subestimé. Y él, ágil
como el viento, me derribó con una precisión que no vi venir. Ippon.
Derrota instantánea. Y con ella, mi ego en el suelo.
Horas después, ese mismo “adolescente” se consagró campeón. Por reglamento, me
tocó una nueva chance: luchar por el tercer puesto. Mi siguiente oponente era
la imagen misma del guerrero: alto, fibroso, pelo largo, dedos vendados y
bandera de Brasil.
Esta vez pensé: no puedo vencerlo estratégicamente… así que lucharé como
si mi vida dependiera de ello.
Y algo increíble sucedió. En el fragor del combate, a puro instinto, logré
un makikomi, una técnica de sacrificio… y gané.
Esa noche entendí que ni la victoria ni la derrota son definitivas. Ambas
pueden ser accidentes circunstanciales. Lo esencial está en cómo nos
paramos frente a cada lucha.
Hoy, cada vez que enfrento desafíos profesionales, recuerdo que a veces, lo que
parece imposible, solo necesita que dejemos de calcular… y nos animemos a
entregarlo todo.
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Torneo
Interno – Más allá del peso
La
subcomisión de judo del club decidió organizar un torneo interno para
fortalecer vínculos entre practicantes, familias y otras áreas. Se usarían las
categorías oficiales de la Federación de Judo de Buenos Aires. Me anoté en la
mía: hasta 71 kg. Tenía confianza. Entrenaba con constancia, ya había competido
antes, y esa seguridad me acompañaba ese día. Mis padres y mi hermana también
vinieron a verme.
La
primera lucha fue contra un joven más delgado, de menor graduación. Me sentía
confiado, tal vez demasiado. El combate fue parejo, caímos varias veces, pero
él logró derribarme y obtuvo un koka. Ganó. En su siguiente lucha perdió, así
que quedé fuera de la posibilidad del tercer puesto.
Me
acerqué al profesor y le dije: “Quiero
anotarme en la categoría libre de peso.”
Allí,
suelen inscribirse los de más de 90 kg y alguno que otro valiente con
aspiraciones grandes. Mi primera lucha fue contra un rival más grande, pero de
menor graduación. Como no tenía expectativas, me sentía relajado… y eso jugó a
mi favor: gané. La segunda también la superé, y así llegué a la semifinal.
El
rival: un compañero más graduado, de unos 120 kg. Yo pesaba apenas 64 kg.
Subimos
al tatami. Saludo. Miro al público… y veo a mi madre saliendo del salón. El
árbitro da inicio. Mi oponente, confiado por su tamaño y rango, se abalanza
para definirme con fuerza. Zafé de su primera técnica. Regresa con otra,
intenta proyectarme… pero logro bloquearla. Cae de frente al tatami. Se disloca
el hombro. El grito fue desgarrador. Silencio total. Lo asisten. El árbitro me
declara ganador.
Me
acerco a mi familia. Saludo a mi padre, a mi hermana, y pregunto: “¿Dónde está mamá?”
Mi hermana me responde: “Salió…
no quería ver cómo te asesinaban.”
La encuentro afuera, llorando. Creyó que el grito había sido mío, que había
caído yo ante semejante rival.
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El
ego y las enseñanzas de la vida
Torneo
en Chascomús. Judocas de toda la provincia nos reunimos en el Club de Regatas.
Viajé con mis compañeros y reencontré a viejos conocidos de otros torneos.
Había un solo tatami y una infinidad de categorías. Me anoté en hasta 70 kg,
aunque había arrancado la semana con 72. A fuerza de bicicleta, corridas y
dieta rigurosa, llegué. Ese día sólo tomé un mate cocido. El pesaje era
posterior a la primera lucha, así que ni probé bocado.
Llegamos
a las 10 de la mañana, pero mi categoría arrancó recién a las 18. El hambre ya
era protagonista. Para matar el tiempo y los nervios, me fui con un judoca de
otro club a hacer pesas. De repente, escucho por altoparlantes que me llaman.
Al pasar cerca de los árbitros, escucho a una maestra decir tapando el
micrófono: “¿Dónde está este
tipo?, ¿será posible?, es un tonto que no está atento a los parlantes…”
Me
acerqué y le dije con una sonrisa: “Ese
tonto soy yo. Y si estás apurada, no te preocupes, este combate lo termino en
menos de 30 segundos.”
Me miró como diciendo: “Además
de tonto, es un fanfarrón…”
Subo.
Saludo. Tomo del judogi a mi rival, lo proyecto y gano. Ippon.
Me acomodo para saludar de nuevo y le digo a la maestra: “Te lo dije: menos de 30 segundos.”
Pero
la historia no terminó ahí.
Pasaron
las horas… las 20:00, y nada. Mi profesor se me acerca: “Mirá, ya estamos todos liberados, vos
sos el único que falta. ¿Tenés plata para volver?”
Respondí sin pensar: “Sí,
no te preocupes.”
Spoiler: debí preocuparme.
Finalmente
me llaman, pierdo, y quedo fuera del torneo. En los vestuarios, me cruzo con
otro judoka en la misma situación. Revisamos los bolsos, apenas unas monedas.
Entre los dos compramos un choripán y un vaso de soda. No teníamos un peso para
el viaje.
Nos
acercamos a un grupo de San Justo, les preguntamos si podían acercarnos hasta
el Cruce de Lomas. Aceptaron. Ya en el Cruce, revolviendo el fondo de mi bolso
Primicia —el de siempre, el del kimono— encontré vueltos justos para dos
colectivos más.
Llegué
a casa a las 5 de la mañana. Exhausto y hambriento.
Le dije a mi vieja: “No
comí nada, sólo un choripán compartido.”
Me miró con ternura: “No
quedó comida, pero hay pan... te hago un café.”
“Dale, me muero de
hambre.”
Aquel
día el ego me regaló una victoria relámpago… y la vida, una lección de
humildad: pasé de fanfarrón a compartir un choripán como único sustento, y a
volver a casa gracias a conocidos, gestos solidarios y monedas olvidadas.
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Un torneo en el oeste del gran bs.as.
Un día muy caluroso, el sol era en el exterior como
un plomo fundido, pero dentro del estadio, el tiempo estaba suspendido. Todo se
reducia a un rectángulo de tatami y al silencio tenso que lo envolvía. Eramos
dos judokas prente a frente, sin palabras, pero con un lenguaje que hablaba en
impusos, en agarres, en respiraciones, y pensamientos que se cruzaban apenas al
separarse. Umi-gaehi devuelto con un bloqueo impecable. Un uchi-mata
El no pensaba,sentía.No anticipaba, respondia. Cada
técnica que emergía no venia de la mente, sino del cuerpo entrenado y del alma
dispuesta. Era como si el movimiento hablara por sí solo, sin que hiciera flata
dirigirlo. Cada intento encontraba su eco en el contramovimiento del oponente.
Un sumi gaeshi devulto con un bloqueo impecable. Un uchi-mata frustrado con un
paso lateral casi coreográfico.
No había ira, ni ansiedad, solo concentración y
entrega. Como dos corrientes opuestas que se abrazaban y se rechazaqban en
espiral, buscando el desequilibrio exacto, el instante de verdad.
Los segundos no eran segundos, eran eternidades
comprimidas. Todo parecía suspendido, ecepto la determinación que ardía ntre
los dos. <Y aunque en el marcador no se anotara nada aún, en ese preciso
instante ambos sabían que ya estaban dando todo.
Un duelo, si… pero también una danza. De respeto.
De historia. De honor.
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Pergamino
– La rendición que fortalece
Nos
habíamos enfrentado dos veces antes. En ambas, él se había impuesto. Pero uno
siempre entrena con la idea de superarse, de pulir el carácter y la técnica. Y
la vida —caprichosa y sabia— nos cruzó nuevamente, esta vez en un torneo en
Pergamino.
En
esta ocasión, sentí la lucha con mayor claridad. Dominaba el combate, leía sus
dudas. Una danza ininterrumpida de ataques, bloqueos y combinaciones: diría que
fue una poesía de movimientos. Me sentía fuerte, concentrado y seguro. El reloj
marcaba los últimos minutos y todo apuntaba a mi favor.
Pero
en el ir y venir del combate, ambos caímos. Mi mente, confiada, bajó la guardia
por un instante. Mi oponente, quizá desesperado por revertir el resultado,
encontró la oportunidad: aplicó una estrangulación.
Apreté
los dientes. Soporté la presión en el cuello, los ojos a punto de estallar. Y
me hice una pregunta simple pero contundente: ¿vale la pena perder el conocimiento por
una victoria?
Decidí
rendirme.
Había
ganado mucho más que una medalla. Sabía, sin dudas, que había crecido. Esa
lucha la dominé desde el inicio. Y al rendirme, no cedí: simplemente elegí el
camino del aprendizaje. Saludé a mi oponente, como corresponde. Y volví al
entrenamiento con una certeza renovada: cada combate, incluso sin podio, puede
ser una victoria.
Todas
las luchas, todos los oponentes
Después
de tantos años en el tatami, hay dos certezas que florecen con claridad en mi
interior.
La
primera: todos los oponentes que enfrenté fueron, de alguna forma, un reflejo
de mí mismo. En cada uno, vi replicada una parte de mi ser. A veces ganaba él.
A veces, yo. Pero en realidad, siempre ganábamos los dos. Porque cada combate
era un intercambio profundo, una oportunidad de aprender, de crecer, de
descubrir nuevas capas de uno mismo.
La
segunda certeza es gratitud. Gratitud infinita hacia mi Sensei, quien me formó
desde los primeros pasos en este arte. Me enseñó técnicas que, décadas después,
veo llegar desde Japón como “novedosas”. Él no fue un gran campeón de torneos.
Pero fue —y es— un gran maestro. Un verdadero guía del judo y de la vida.
Mi
mayor respeto y eterna gratitud al Sensei Carlos Copelli. Sin su entrega, sin
sus enseñanzas, no estaría escribiendo estas palabras.
El
judo es más que un deporte. Es la esencia que corre por mis venas, arterias y
sistema nervioso. Y cada judoka que pisa el tatami conmigo, es mi hermano.